Deporte, Nazismo y Mercado

3.3 El argumento definicional

Pese a su aparente solidez argumental, el argumento definicional ha sido radicalmente cuestionado. Algunos autores mantienen que es lógicamente posible ganar una competencia aún violando el reglamento, con la condición de que exista un acuerdo tácito entre la mayoría de los deportistas acerca de practicar frecuentemente violaciones reglamentarias. Es decir, al concepto de regla explícita constitutiva de un deporte determinado se le incorpora también la noción de regla implícita en la praxis misma del juego. Es probable que, en el campo del deporte de élite, con algunas pocas excepciones, ya nos encontremos en esa situación de "acuerdo tácito" en relación al dopaje. No intentaré examinar esta idea, ya que aún de no ser así, el argumento definicional puede de todas maneras ser expeditivamente despachado como presuponiendo lo que se pretende demostrar. Si el dopaje estuviera permitido, entonces no existiría violación reglamentaria en ese respecto y, por lo tanto, el atleta dopado no "cesaría de jugar el juego".


3.4 El argumento de la igualdad de chances

Al discutir el fenómeno de la trampa en el deporte, distintos autores hablan de "chances iguales" o "igualdad" en el contexto de una contienda deportiva. ¿Qué significa esa igualdad?. La competencia, definicionalmente, consiste en la búsqueda de la desigualdad: el objetivo principal de la contienda es determinar objetivamente las desigualdades existentes entre los atletas, plasmada en el resultado de la prueba. Tampoco existe, ni se pretende que exista, igualdad previa (es decir, de condiciones iniciales), más allá del agrupamiento por sexo o por categorías (por ejemplo, según peso, edad, etc.). Son justamente esas desigualdades previas las que se espera se vean realizadas, sin perturbación de elementos extraños a la competencia, en el resultado final. La cuestión es cómo se concreta esa desigualdad. Es entonces cuando la equidad procedural juega un rol preponderante. La superioridad debe ser establecida de conformidad a ciertas reglas cuyo fin es asegurar a todos los participantes una oportunidad igualmente equitativa de poder mostrar sus diferentes habilidades y estrategias (es decir, hacer evidentes las desigualdades) durante el desarrollo de la competencia.

Esto se logra mediante la adopción de una normativa que impida que un participante obtenga una ventaja injusta (en el sentido de "proceder inicuo") sobre los otros participantes. Son justamente estas condiciones de equidad las que son quebrantadas por las violaciones reglamentarias en general.

Ahora bien, con el argumento de la igualdad de chances sucede algo similar a lo que sucede con el argumento definicional: cambiando las reglas, desaparece la objeción. Si se anula la prohibición de doparse, se anula la desventaja injusta obtenida por el transgresor. Sin embargo, y en ésto quiero detenerme ahora, la demanda de igualdad de chances no sólo "subdetermina" la prohibición de dopaje, sino que incluso recomienda el uso selectivo de ciertas drogas para incrementar la prestación.

El razonamiento es el siguiente:

Algunos tipos de ventajas iniciales, como las proporcionadas por el entrenamiento tradicional y el apoyo que un atleta recibe de un patrocinador o una entidad oficial, son considerados aceptables. Otros, como el dopaje con anabólicos y el dopaje de sangre, no se aceptan. Es esta desigualdad inicial más "artificial", más "ajena a la esencia de la competencia deportiva", que la producida por el patrocinio exclusivo a un atleta? Es difícil discernir, en la praxis hoy vigente, un criterio que permita explicar por qué, por ejemplo, el patrocinio selectivo es clasificado dentro del grupo de fenómenos permitidos, mientras que el dopaje en la preparación previa está proscrito. En pocas palabras: aceptado el comercialismo, por qué no el dopaje?

Sea cual fuere la razón de esta (a mi juicio) arbitraria distinción, es incuestionable que, permitir el dopaje al menos para los atletas menos favorecidos por el circuito comercial, nos haría al menos acercar a una situación igualitaria. El patrocinio de firmas comerciales y de distintas entidades oficiales origina una enorme disparidad inicial entre los atletas, disparidad ésta completamente ajena al fin y a la esencia de la competencia deportiva. Supongamos que hay dos atletas rivales de similares habilidad y condiciones naturales. Uno consigue apoyo importante de un patrocinador (lo que le permite dedicarse de lleno a su preparación y entrenar más intensamente), mientras que el otro no. Permitiéndole doparse al deportista que carece de patrocinador, o - más bien - prohibiéndole hacerlo al patrocinado - se podrían emparejar las condiciones de competencia de estos dos atletas. La situación, entonces, sería más justa también desde el punto de vista de la equidad procedural: uno correría con ventaja por haber contado con recursos superiores, el otro por doparse. Para expresarlo con términos recogidos del área de la justicia retributiva: justicia es tratar casos iguales de igual manera, y casos desiguales, de manera desigual.

Paradójicamente, entonces, el argumento de la equidad de condiciones de competencia, lejos de descalificar el dopaje, parece recomendar su uso selectivo a fin de favorecer a deportistas con escaso o ningún apoyo de patrocinadores.


3.5 El argumento del propósito de la actividad deportiva

Pasemos ahora al argumento del propósito o fin de la actividad deportiva. Una idea generalmente aceptada es que el fin que se persigue en el deporte competitivo es medir, durante la competencia, las habilidades y estrategias de los competidores con el fin de determinar las desigualdades relevantes para la especialidad. Ahora bien, si Edwin Moses perdiera los 400 m con obstáculos ante el Hombre Biónico, esa carrera no nos permitiría medir las desigualdades relevantes entre los competidores, debido a que la habilidad deportiva del Hombre Biónico (la desigualdad relevante a ser determinada por la contienda) no se ha desarrollado de manera natural. De la misma manera -esta objeción sigue- al permitirse el dopaje, se está introduciendo una desigualdad no-relevante, por no ser natural, en la contienda deportiva.

No sólo estaríamos determinando la habilidad y estrategia de los competidores, sino también la capacidad de sus cuerpos a reaccionar ante la ingestión de substancias artificiales, ajenas al cuerpo. (Nótese, otra vez, que ésto no afecta al dopaje de sangre). El problema con este argumento es que, entonces, tampoco habría que permitir que los atletas se entrenaran: el objetivo mismo del entrenamiento es también producir una reacción en el cuerpo ante un determinado fenómeno al que se lo somete. La distinción que consistiría en decir que el entrenamiento es algo que el cuerpo del atleta hace, mientras que el dopaje es algo que el cuerpo recibe no me parece suficientemente relevante para, sin más, justificar la prohibición del dopaje. Intentar establecer una distinción entre "natural" y "artificial", para luego afirmar que el entrenamiento, pero no el dopaje, es una técnica natural de preparación atlética, es también problemático. En realidad, nos confrontamos aquí nuevamente con el problema de establecer cuales substancias o técnicas de reparación son naturales y cuales no. Hubo un tiempo, ya se ha dicho, en que incluso el entrenamiento común era considerado como no natural. Hasta bien entrada la década del sesenta, muchos deportistas se negaban a incluir el trabajo con pesas como parte de su preparación atlética, por considerar que no era parte natural de ella. Estos ejemplos nos sugieren que la distinción "natural-artificial" es, no sólo convencional, sino además históricamente cambiante. Nadie está en situación de predecir qué será considerado natural en el área del deporte de élite dentro de veinte o treinta años. Lo único que se puede hacer es hacer propuestas. Proponer una distinción, sin embargo, es una cosa muy distinta a describir una diferencia esencial.

Una consecuencia interesante de incluir violaciones reglamentarias tácitamente acordadas al concepto o definición mismo del juego o deporte en cuestión es que, al hacerlo, se redefine el significado de las habilidades y estrategias que la competencia deportiva tiene como fin determinar. El jugador de fútbol excelente, por ejemplo, pasa a ser aquél que es talentoso no sólo en el sentido del cumplimiento de los preceptos técnicos del juego, sino que también domina el arte de cometer infracciones tácticas en el momento justo, sin ser sancionado, o -de serlo- de forma tal que la disutilidad de la sanción sea inferior a la utilidad conseguida a través de la violación. Las desigualdades a ser determinadas mediante la contienda comprenden, entonces, ahora también la "habilidad" de cometer infracciones reglamentarias racionales. En términos de Leaman:

"Podrá ser que el jugador A sea un mejor tramposo que B, aún si trampear está reconocido como parte de la habilidad y estrategia del juego, entonces la ventaja de A es meramente un aspecto de que él sea mejor jugador que B."
Así, ahora refiriéndonos al dopaje, la política abolicionista llevaría a una situación en la que la habilidad de doparse sin sufrir deterioro físico considerable estaría incluida entre las excelencias deportivas a ser juzgadas por el público. Nos podríamos imaginar el siguiente comentario: "Fue un gran deportista, en el sentido de que ganó la mayoría de las competencias; pero no fue el más grande, porque no supo salvaguardar su cuerpo". El atleta excelente, entonces, sería aquél que, en cada situación competitiva concreta, encuentra el justo medio entre ingerir más o menos dopaje del que de hecho se necesita, y además sale vencedor.


4. Conclusiones.

Resumamos ahora las conclusiones a las que he arribado.

En el curso de esta presentación, argumenté que el nacionalismo en el deporte no constituye una amenaza para la sociedad, ya que o bien se trata de un nacionalismo inofensivo (del tipo que suele ser denominado como "orientado hacia la gente"), o bien ha sido neutralizado por la comercialización y la profesionalización del fenómeno deportivo, que ha llevado a que los deportistas con frecuencia cambien no sólo de equipo y de patrocinadores, sino también de país. El deporte, sencillamente, se ha transformado en un fenómeno transnacional y los deportistas -por lo menos, los exitosos- en cuentapropistas independientes tanto del poder político como del poder económico. No pasará mucho tiempo hasta que el atleta X sea identificado primariamente, no con su país de origen, sino con una determinada marca comercial. Y las marcas comerciales, lo sabemos, no despiertan las mismas pasiones que los símbolos nacionales.

En lo referente al entusiasmo manifiesto del público por las figuras atléticas, hice una distinción entre admirar la excelencia del vencedor (que se evidencia en la victoria), y despreciar al débil. A menudo nos sentimos admirados por prestaciones extraordinarias, tanto en el área del deporte como en otras áreas. Ésto, sin embargo, no significa que nuestra falta de interés por prestaciones de nivel común deba ser interpretada como una actitud de desprecio hacia aquéllos que no logran llegar a la cúspide. Para hacerlo, sería necesario poder dar cuenta del nexo, causal o no, entre una y otra actitud. Hasta la fecha, los detractores del deporte de élite no han podido rendir cuenta de ese nexo en forma satisfactoria.

Mi desacuerdo con esos detractores es aún más profundo. No quiero negar que, para algunas personas, la admiración por el vencedor pueda tener relación con ideales antidemocráticos.

Los estadios deportivos son, sin duda, un escenario ideal para expresar esos valores (entre otras cosas, por el alto nivel de emotividad que despierta el deporte). Sin embargo, no me parece que ésto constituya una seria objeción al deporte de élite. Para empezar, los aficionados al deporte de élite que abrigan ideales antidemocráticos no son, probablemente, muchos. Además, esos fenómenos sociales deben ser vistos en un contexto social más amplio. De hecho, creo que el fenómeno medial de hacer de los atletas figuras de gran popularidad, propiamente reforzado por la fuerza motivacional del profesionalismo, podría incluso ser puesto al servicio de la batalla contra el racismo y el sexismo en el deporte y en la sociedad en general. Mediante el poder de la comercialización, mujeres y miembros de minorías étnicas podrían acceder a la condición de modelos sociales para la juventud. En caso de ser así, este efecto social positivo bien podría superar los excesos eventuales de los aficionados antidemocráticos.

Queda por responder la cuestión de qué es lo que se expresa a través de la admiración del público por las estrellas del deporte. Naturalmente, es difícil decir cuál pueda ser la razón de ese fenómeno. Sin duda, no es admiración por la excelencia del deportista de élite. La excelencia del atleta vencedor es lo que torna la devoción del público en reacción moralmente legítima, pero éso no significa que sea lo que la motiva. Sería muy osado afirmar -y sobre todo, difícil de probar empíricamente- que cada vez que el público vitorea el nombre de Maradona, lo hace movido por su aceptación del ideal de virtudes aristotélicas. Se podría, tal vez, especular diciendo que, en esos casos, se produce un fenómeno de transferencia que nos hace ponernos en el lugar de la figura deportiva admirada. En otras palabras, el culto al vencedor en el deporte no señalaría una actitud fascista, sino simplemente vanidad, envidia (las más de las veces, sana) por el prestigio, la fama y el dinero obtenidos por el deportista.

Esto tampoco deja de ser una interpretación tentativa (en realidad, altamente especulativa) del fenómeno discutido. Sin embargo, no es más especulativa que la interpretación hecha por Tännsjö. Y, después de todo, estoy convencido de que mi afirmación está sustentada en el hecho de que, si miramos alrededor nuestro, probablemente veamos más vanidad que valores fascistas. Ésto no es mucho consuelo, pero sirve al menos para salvar al deporte de élite de su condena. Lo cual, a nosotros, filósofos, debería alegrarnos.

El deporte promueve -tal vez como ninguna otra actividad humana- todo tipo de excelencias, en sentido aristotélico. Fuerza y habilidades físicas, salud física y mental, excelencia de carácter (como disciplina, templanza, espíritu de sacrificio, incluso equidad (un elemento central en la noción de "juego limpio"), y finalmente, la capacidad de planificar una estrategia para la victoria y de ponerla en práctica exitosamente requiere las habilidades intelectuales (buen juicio, capacidad de deliberación, entendimiento, etc.) que caracterizan el estado de excelencia del alma que Aristóteles llama sabiduría práctica (frónesis). El deporte (el masivo, por supuesto, pero también el de élite) tiene, sin duda, su existencia justificada inclusive para un filósofo. O al menos debiera tenerla.

Finalmente, en lo referente al dopaje, arribé a la conclusión de que los argumentos tradicionalmente dirigidos contra la tesis de la liberalización, o bien son falaces, o bien se basan en distinciones arbitrarias.

Alguien, sin embargo, podría todavía objetar: "Muy bien, usted me ha convencido de que el deporte de élite, si bien está bajo sospecha, no debe ser condenado. Pero en su posición me parece ver implícita una valoración -asumida, sin ser sostenida por argumentos- en el sentido de que es deseable llegar a un nivel cada vez más alto en el desarrollo de la capacidad atlética del ser humano". Ese ideal de excelencia, para mí, no posee valor intrínseco. Es más, lo considero completamente desprovisto de importancia. Prohibir el dopaje podría entonces justificarse como una forma de poner freno a ese desarrollo -de otra manera indetenible- que, a mi parecer, no tiene razón de ser.

Supongamos un caso en que un individuo voluntariamente se dopa, llegando incluso a poner en peligro su salud, para obtener excelencia en una actividad determinada. Cuáles son nuestras intuiciones morales, como reaccionamos moralmente, ante un caso así? Yo creo que depende en gran parte de cuál sea la actividad practicada por el sujeto del ejemplo. Si se tratara de un cirujano, probablemente ninguno objetaría tal ideal de vida. El sujeto del ejemplo se sacrifica, pero ese sacrificio es beneficioso para sus semejantes.

Qué pasa si el sujeto del ejemplo es un talentoso músico (que, supongamos, compone su mejor música en estado de excitación artificialmente producida por una droga? Mi adivinanza es que, en este caso, el juicio estaría dividido. Algunos sostendrían una posición paternalista (favoreciendo así la intromisión en los proyectos de vida de este músico), y propondrían impedirle se drogara. Otros, tal vez por valorar el producto artístico resultante, aceptarían ignorar el riesgo para la salud del artista que el consumo de drogas conlleva.

Lo que a mí no termina de intrigarme es por qué el juicio de condena hacia un sujeto que libremente elija doparse para adquirir excelencia en el deporte sería, otra vez estoy adivinando, casi unánime. No puedo dejar de pensar en la dicotomía (en realidad, el prejuicio injustificado) en la valoración de las actividades del cuerpo y del intelecto nombrada al inicio de esta presentación. Intentar explicar el juicio favorable en el caso del cirujano recurriendo al bien que produce a sus semejantes es ignorar, injustificadamente, el valor moral del placer (producido, por ejemplo, al escuchar una canción o al emocionarse viendo una competencia deportiva). Y -lo que es aún más problemático- intentar establecer una diferencia entre el producto de la actividad del poeta y el del deportista nos llevaría a sancionar una jerarquía de placeres (placeres "inferiores" y placeres "superiores", a la Mill) muy difícil de fundamentar. Como escribiera Sidgwick, "todas comparación cualitativa de placeres debe realmente resolverse en (comparación) cuantitativa.". Parafraseando a Bentham, entonces: "Dada cantidades iguales de placer, da lo mismo la novena de Beethoven que un gol de Maradona". Negar ésto me parece elitista y antidemocrático.

Por último, se me podría decir: "La profesionalización y comercialización del deporte de élite que Usted defiende, éso sí que es elitista y antidemocrático. Una vez desencadenado, cómo controlar ese proceso?".

Algo de verdad hay en esta observación. Sin embargo, la profesionalización y la comercialización del deporte son, a mi entender, irrevocables: ambas han irrumpido en la escena deportiva para quedarse. Nos quedan, entonces, a los filósofos, dos caminos. O bien nos ubicamos al margen de ese desarrollo, defendiendo una posición principista, loable, pero contraria a un proceso sin retorno, o bien nos sumamos a él, tratando de influirlo en la dirección que consideremos éticamente deseable. Sea cual fuere el rumbo que tomemos, no puede dejar de participar en este juego: no tomar partido es dejar que el proceso continúe sin nuestra contribución. Y en este match -como en todas las cuestiones dónde algo importante está en juego- lo importante no es competir, sino ganar.

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Lecturas: Educación Física y Deportes. Año 2, Nº 7. Buenos Aires. Octubre 1997
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